Humanizar el espacio público
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05/07/2021[widget id=”text-12″]
He visto muchos incendios, pero sólo pocos me han marcado profundamente: uno devoró a la familia de Lee Chandler en la película Manchester by the sea, otro al pueblo de Yangana en la famosa novela ecuatoriana de Ángel Felicísimo Rojas, otro —y sin duda el más famoso— el que en Luz agosto de Faulkner se convierte en ese incendio seminal, incendio de incendios, que no necesita ser contemplado por todos los hombres y mujeres de Yoknapatawpha County, porque aunque no lo hubiera mirado nadie ya nos ha sucedido —y nos seguirá sucediendo— a todos.
El incendio de Faulkner no se reduce a dejar grietas en la carne y en la memoria, sino que como voraz incendio ontológico de una humanidad rota, hace posible que las grietas provocadas por el fuego permitan la entrada de la luz, pero sobre todo de las sombras.
El incendio de Faulkner ha creado su propia mitología y ejecutado sus propios ritos. Desde que fue leído en 1932, hemos querido darle un rostro al pirómano —sea accidental o cruelmente voluntario—, pero este se niega a ponerse ese rostro único e irónicamente abstracto, porque en el fondo ese rostro es un rostro multitudinario (cada quien ve el que necesita, no el que de verdad es, si es que eso es posible), pues el incendio faulkneriano ha develado al fin que el Mal en mayúscula está inscrito en la carne de existencias minúsculas.
Para Faulkner el incendio no sólo es destrucción y pérdida definitiva, es luz, aunque el grito en medio de las llamas sea desopilante.
En realidad, el grito somos nosotros, y únicamente en medio de las llamas podemos darnos cuenta de la profundidad de nuestras tinieblas.
Pero la mitología faulkneriana, como era de esperar, ha seguido sucediendo, y lo ha hecho con una brutalidad metafísica que incluso llega a corroer, o mejor: a desnudar la negra carne de una sociedad fanática, machista, violenta y cuasi-fascista.
Ha sucedido en la ópera prima de la directora georgiana Dea Kulumbegashvili: durante la escena inicial de Beginning, un incendio (a la larga la función de este es la de un preludio, la de una prefiguración de la interioridad atormentada de los personajes) ocasionado por una ola fanática contra un templo pequeño de una comunidad de Testigos de Jehová, es mostrado en un único plano general.
Minutos antes, un predicador les recuerda a los suyos que cuando el ángel del Señor detuvo la mano de Abraham en el momento exacto en que éste iba sacrificar a su hijo en su honor, se mostró el profundo amor de Dios hacia los hombres.
Que el incendio suceda casi al terminar el sermón, cuando el ángel del Señor está a punto de detener la mano de Abraham, mientras el templo es incendiado por la mano o manos de unos hombres que jamás pensaron detenerlas, porque sus existencias son las pesadillas de un Dios que puede dormir cuando Abraham, al que acabará convirtiendo en el padre de las naciones, está a punto de regar la sangre de su primogénito, son una metáfora de nuestro tiempo: somos víctimas, pero aun cuando lo descubrimos seguimos edificando ladrillo a ladrillo el templo de nuestro pecado.
«Mi principio fundamental es éste: la culpa es indudable», decía el oficial en La colonia penitenciaria.
Para Kulumbegashvili, la directora de esta nueva colonia penitenciaria, la intrincada máquina kafkiana ha sido cambiada por un reformado principio fundamental: si no existe Dios pero la culpa continúa siendo indudable, nuestro único lenguaje es el castigo.
Yana, la protagonista de Beginning inscribe en su cuerpo el código punitivo de su comunidad: somos víctimas, pero, como en el mito de Abraham, apenas una existencia debe sacrificarse para purificar nuestra conciencia, para que nuestro discurso continúe siendo etéreo.
En un mundo donde ya no existen ángeles, aunque Dios continúe en el centro de nuestro imaginario colectivo, que más puede hacer una mujer sola que entregarse al infierno al que pertenece.
En ese sentido, el incendio en la película nunca ha pasado: lo vemos consumir lentamente a Yana hasta el final.
Seguro el ritmo contemplativo de la película proviene de ahí, de un tiempo detenido en un espacio del que no quedará rastro.
El infierno en Beginning es la conciencia de que el horror en la tierra no tiene fin. Y lo que nunca acaba no tiene tiempo sino círculos concéntricos que en algún momento se vuelven espirales. Y es justo en ese punto que nos derrumbamos para siempre.
Lo más terrible es que en Beginnig, quien se supone debería haber sido esa figura arcangélica que detuviera todo antes de que se cierre esa suerte de círculo dantesco, no sólo no detiene la mano de Yana que empuña el castigo, sino que la ayuda a llevarla hasta su propio cuerpo.
Y como no hemos podido deshacernos de la larga sombra de Dios, su soplo divino es nuestro pecado. (O)