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09/03/2021El agente topo: ficción y realidad
24/03/2021[widget id=”text-12″]
Desde su título la película Eva no duerme, del director argentino Pablo Agüero, es una metáfora e historia a secas.
La metáfora está en la carga simbólica del cadáver insepulto de Eva Perón, depósito de la belleza corrompida y del exilio, de la propia historia de una nación frustrada en la forma de una larga e inacabable noche (la película transcurre totalmente en la penumbra con un uso fantástico de los claroscuros) que ni siquiera veinte y cinco años después, con la santa cinco metros bajo tierra en el Cementerio de la Recoleta, encuentra paz o, al menos, un punto medio, pues los muertos se sepultan, pero la historia nunca.
En tanto, es historia a secas en la medida en que, tal como decía un joven Gabriel García Márquez en sus primeras notas de periódico, a veces es mejor pedirle discreción a la vida real.
En el punto medio de esa paradoja la realidad es sólo imaginación.
O sea que Agüero no hace una película fiel a unos supuestos hechos verdaderos ni mucho menos, sino una recreación libre de un país debatido entre la necrofilia histórica y la antropofagia propia, por eso no existen protagonistas, todos, absolutamente todos (el doctor Ara, el coronel Eugenio Moori Koenig, el general Pedro Eugenio Aramburu) son desechables, prescindibles (si mueren, mueren para que todo siga; si hacen una cosa y no otra, la hacen para que todo siga: el hombre cambia, la historia permanece), porque lo importante no son ellos, sino el ataúd de madera donde están los restos de Evita, o mejor: lo importante es la pulsión de muerte —por el placer o por el odio—, que ante la imposibilidad de destruir o poseer el cadáver de la santa sólo puede abandonarse al delirio.
Es decir, a Evita no la corrompe la muerte, la corrompen los vivos.
Por otra parte, la verosimilitud de la película se encuentra en que pese al supuesto realismo del que hace uso, ha roto totalmente con éste.
La respuesta, una vez más, la encontramos en el cadáver de la santa, cuya sólo contemplación causa locura (es mejor no saber, no verla directo al rostro petrificado de blanco, porque el absoluto sólo se encuentra en la mirada).
Lo que me recuerda eso que Mario Vargas Llosa llama el elemento añadido y que equivale al hecho de que toda ficción es una reescritura de la realidad para volverla, queramos o no, a nuestra imagen y semejanza, enriqueciendo aquella con nuestro punto de vista del mundo o de alguna de las formas en que éste se manifiesta ante nuestros ojos.
Quizá por eso Agüero pone el relato que hilvana todos los relatos de la película en la boca de un criminal, la de un muy apuesto almirante Emilio Massera, interpretado por Gael García Bernal.
La razón es muy sencilla: para que el espectador crea en su relato necesita empatizar con él, nada mejor que una cara bonita y una voz seductora; no importan las manos manchadas de sangre ni el discurso ególatra.
Si bien Eva no duerme es un relato macabro del destino colectivo de un país a través de una tragedia individual (la muerte prematura de Eva Perón), hay un subtexto que queda pendiente y que parece (ahora que lo descubro al escribir estas líneas) ser el de la propia belleza enfrentada a sus dos rostros distintos, pero al mismo tiempo demasiado macabros.
El rostro bello del almirante Massera justifica tanto, también el rostro bello de la santa.
Y aunque el uno resulta el símbolo del mal y el de la santa el de la rebelión perpetua (según el discurso de Agüero), esta película no puede sino ejemplificar aquella frase que Jean Paul Sartre le dedicara a Jean Genet en un voluminoso libro: «El criminal no crea la belleza: él mismo es la belleza en estado puro.»
O sea que, tergiversando las palabras de Sartre (que hablaba del criminal como una metáfora de aquel individuo que ha roto las convenciones sociales de una sociedad hipócrita para trascenderla), Evita no era lo bello sino los otros, los vivos.
Por tanto, el almirante Massera era bello.
Cuánta mentira en la belleza. (O)