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23/09/2021El gran Tomás Eloy Martínez definía a la ficción como esa búsqueda incansable por ser lo que no somos en lo que ya somos, por aceptar, en aquel que somos, todos los otros que no podemos ser; a la ficción como posibilidad, como exhumación de nuestros más profundos deseos para encarnarlos en otros rostros, porque únicamente en la penumbra entre la realidad y la ficción se encuentra, posible y definitiva, nuestra verdad.
Las posibilidades de la ficción, así, se vuelven una: la de la forma más acabada de la voluntad —la de la vela entre la tempestad, por usar una imagen de Nietzsche—, por contener sin la soberbia del mundo cotidiano esa supuesta verdad impersonal del creador: modesta porque no impone, ilumina.
Por ejemplo, cada risa del Quijote es la posibilidad de comprender lo que significa el vacío, la ausencia, el no lugar, la muerte.
En su segundo largometraje de ficción, Gafas amarillas (2020), el director ecuatoriano Iván Mora Manzano busca también todas las posibilidades posibles: la de ser Julia, una treintañera que acaba de volver a Quito tras una ruptura amorosa; la de tratar de conseguir una beca que la arranque—por medio de unos cuantos cuentos— de tanto hueco insaciable; la de enamorarse y no ser una tentativa a cuatro manos sino un alarido a tres voces; la de tener el encuentro con ese exacto momento en que al voltear la esquina nos damos de cara con el mundo entero, mientras nosotros hemos perdido —si es que lo tuvimos alguna vez— el lugar donde tirar los sueños y los huesos, o las dos cosas, que a los treinta años y con una suerte como la de la Julia, debe ser casi lo mismo.
Sin embargo, todas esas posibilidades pueden realizarse de una vez y para siempre, o hasta el infinito, solamente a través de la exactitud, de esa geometría de la imaginación que cada obra debe encontrar obligatoriamente en su estructura compleja o mínima, en una boca sin diálogo, en una curvatura leve, en el azulejo de un baño, en la esquina rota de una cama, en un fuera de campo cualquiera.
Mora Manzano ha dicho que el estado de ánimo de Julia está en el tipo de brasier que se pone cada día: apretado e incómodo; y es que tan milimétricos y caprichosos son los designios de las buenas ficciones, que de haber sido otra la talla del brasier, la película sería otra, y Julia no sería Julia, a lo mejor sería una treintañera con la vida arreglada.
Pero como no es así, los personajes de la película, caracterizados en torno a un patetismo bolañesco, es decir, a aquella realidad donde los seres que tenían sueños y no estigmas, ruedan sin destino, y los cuerpos que se buscaban con la boca húmeda y el abrazo estrecho acabaron metidos como sea en ese abismo lleno de sombras que es uno mismo, vueltos una sola geografía frustrada, solo tienen la posibilidad de ser otros un tanto diferentes en los mismos que ya son.
Por eso, ese diálogo con Los detectives salvajes y 2666: si ha Cesárea Tinajero no la podían encontrar porque antes una generación debió conciliarse con su pasado, y a Archimboldi sus críticos tampoco porque solo creían en el grito estético de la literatura, a Clara Lunares, la gran novelista ecuatoriana ficticia de la película de Mora Manzano —aunque con ecos a Lupe Rumazo, Sonia Manzano y la misma abuela del director—, sí se la puede ubicar y hasta oír por el altavoz del portero eléctrico de su departamento, porque esa es la posibilidad final —seminal— de Gafas amarillas, la de saber que la ficción, como la voluntad o cualquier nombre propio, solo está aquí para encontrar un sentido.
Y quien lo encuentre lo hará, siempre y cuando descubra que tarde o temprano ningún sentido —sobre todo, mientras más único se crea— sirve para nada.
Ni siquiera para sí mismo.
De esa ironía o condena parte cualquier posibilidad posible.
En la ficción y, sobre todo, en la vida misma.