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03/09/2021
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07/09/2021[widget id=”text-12″]
No importa lo larga y azarosa que pueda ser cualquier existencia, siempre llega ese momento único y definitivo en el que un hombre se enfrenta contra su propia y larga sombra.
Eso es Lolita (1962).
Dirigida por Stanley Kubrick y basada en la aclamada novela homónima de Vladimir Nabokov, Lolita se pregunta por los límites entre lo sensual y lo sensible.
Por eso, es importante acudir a una notoria influencia de la cinta: el relato William Wilson, de Edgar Allan Poe, no solo por lo obvio respecto al nombre reiterativo del protagonista: Humbert Humbert, sino porque además en el relato de Poe, aquella inquietante presencia no es tanto el doble exacto del narrador-protagonista, como sí su conciencia moral, esa fuerza que niega su yo «poco ético» y le escupe todo lo que puede ser y no es, por los remordimientos, por la culpa, por el temor de Dios —quizá eso explique la obsesión racionalista de Poe en sus cuentos policiales, en los afanes que llevaron a ese corazón aterrado a darle forma concreta a las exhalaciones más abyectas del Mal; el pecado es el cuerpo que se hartó de ser silencio; el pecado es alarido o no es—.
La conciencia moral advierte: «Has vencido, y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora… muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías… y al matarme ve en esta imagen cómo te has asesinado a ti mismo!».
En cambio, en Lolita, no hay cabida para el moralismo, Humbert Humbert es por definición un amoral —no un libertino ni un perverso—, porque su libre arbitrio casi casi lo despoja de las leyes humanas más convencionales —tal como dice Mateo 18:9-10: «Y si tu ojo te hace pecar, sácatelo y tíralo.
Es preferible entrar en la vida eterna con un solo ojo que tener los dos ojos y ser arrojado al fuego»—; y el libre arbitrio de Humbert Humbert es el azar, esa concatenación de misterios y causas que lo mismo encuentra el placer o la muerte.
Él afirma que «nadie puede cometer un crimen perfecto», pero que «el destino sí puede».
Humbert Humbert entra de pie al infierno para ver la espada del fuego eterno ardiendo de frente ante sus ojos sanos y perfectos. El infierno —su infierno— se llama Lolita.
(En esa lectura es posible pensar que Humbert Humbert es el destino que todo lo dispone, y Lolita el azar que todo lo destruye.
Pero en realidad ambos son el anverso y el reverso de la misma moneda.
Borges creía que detrás estaba Dios.
Humbert Humbert es más soberbio: está seguro que detrás está el Amor.
Y que eso puede —debe— justificarlo.
O sea que su protagonista buscaba un poema, y al final ese poema no es el cuerpo ni los ojos ni la cabellera ya inasible de algo que posiblemente no existió nunca, sino su propia búsqueda desesperada; su alarido impotente.
Humbert Humbert es un poema sin nombre, uno que quiere existir y no puede.
La reiteración en esa doble H. es una cacofonía despreciativa del destino.
Lo demás lo dispuso el azar, que no es más que una manera optimista de llamar a ese destino.)
En la película, el amoralismo de Humbert Humbert lo lleva a actuar con el mismo dogmatismo de aquel sistema que niega (de modo que el amoralismo se pone en duda): él encierra a Lolita en un deseo que la deforma, pero mientras nadie más la tenga —él lo cree así—, el deseo continuará puro, blanco.
Humbert Humbert se convierte momentáneamente en Dios; y todo Dios tiene por destino buscar lo creado por su propia mano, por su propio barro.
El camino que Dios recorre en esa búsqueda lo convierte en hombre, en un hombre solo.
Y así, reducido a su propio fracaso, a Humbert Humbert apenas le queda la memoria y la palabra: el testimonio de su derrota; del desamor.
Nabokov escribe en su novela: El sentido moral de los mortales es el deber / que hemos de pagar por sentido mortal de la belleza.
O sea que la sociedad y sus abstracciones que tienden a la unicidad de lo uno son el precio que Humbert Humbert debe pagar para destrozarse en la plenitud de Lolita, para blasfemar contra Dios; o puede aceptarlo todo y entrar en la inamovible eternidad del reino de los cielos que le niega todo (si escoge lo segundo la dimensión estética se convierte en ética; el gran arte transformado en «buenas costumbres»); o lo niega todo y no obtiene nada, quedando libre de su tragicómico intento.
Reitero, Humbert Humbert no es un perverso, es un obseso; esa es su humanidad —la nuestra—.
El encuentro con la belleza agrieta las paredes del cementerio moral, sin embargo, violentar la ley en este mundo implica el cuidado de las formas.
A la larga, esta caótica naturaleza que se supone nos abre a lo insólito, casi siempre la encorsetamos como sea para señalarnos nuestros límites y encauzar nuestra conducta a través de esa trágica, simplona y supuesta contradicción bicéfala: «naturaleza humana», lo normal y nada más.
Cuando ambos términos apuntan a lo infinito, a lo posible y, sobre todo, al asombro posible.
Por otro lado, el personaje interpretado por Peter Sellers, Clare Quilty, en determinado momento nos hace sentir que su rostro son los distintos y mismos rostros del azar que tratan de agazaparse contra Lolita.
Mario Vargas Llosa ha sugerido ver en Quilty, el desdoblamiento de Humbert Humbert en una representación de su cuerpo deshecho por la carnalidad; un doble que aparece fantasmagóricamente en su auto, acechándolo como una sombra, y que el protagonista en nombre de «la conciencia observada» debe liquidar.
Me parece que Humbert Humbert encarna el romántico capaz de volar hacia el amor, y Quilty al abyecto tirano que solo encuentra en la carne un placer de basurero —o sea, el placer reducido al chillido de un animal en celo— que lo vuelve un corrompido, pero sin ningún encanto.
Sin embargo, es preferible no explicar nada, no invocar la aparición de fantasmas racionalistas por cada pregunta concreta, porque las declaraciones de principios no son bienvenidas en el arte; el cine no es un caso clínico ni un reflejo de la realidad, crea realidad.
Los límites entre lo sensual y lo sensible no solo que son difusos, no existen —dividirlos sería levantarle una bandera a Dios y otra al cuerpo, y yo prefiero creer que Dios está a simple vista, algo así como en el espejo del baño o entre las sábanas cuando hacemos el amor—, o como diría Nietzsche: «Escribe con sangre y escribirás con el espíritu».