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05/11/2021[widget id=”text-15″]
Por lo general, las imágenes develan lugares inscritos en distintas temporalidades, que de no ser por la extensión técnica de las percepciones humanas (en este caso puntual, el cinematógrafo) pasarían por completo inadvertidos.
Estas «zonas» que se suceden continuamente son cápsulas de distinta fórmula y composición que pueden reparar el alma, curar desalientos emocionales e incluso revertir el tiempo; pero existen otras que quizá sirvan para describir el infinito desde la incómoda reflexión sobre uno mismo.
Correspondencia (2020), de Carla Simón y Dominga Sotomayor, es una serie de cartas filmadas y condensadas en una sola película con formato de cortometraje, donde las realizadoras conversan sobre su condición de mujer, acerca de la familia y los hijos, de política y, en especial, sobre el cine, la condición humana, ser madre y cineasta a la vez.
Desde estas reflexiones íntimas y universales se despliega un metraje en el que la forma y la poesía se recubren mutuamente y se enaltecen a través de imágenes en 8mm, de video digital o de cámaras caseras.
La última vez que vi una correspondencia fílmica fue la de José Luis Guerín y Jonas Mekas, una conversación igual de sensible y reflexiva.
No siempre son necesarias las recurrencias estéticas o técnicas para hacer poesía; a veces incluso, a través del cine, ni siquiera hacen falta las palabras.
Sin pretensiones de ningún tipo, las realizadoras muestran toda la fuerza poética que esconden unas imágenes hogareñas y frases entrecortadas que contienen secretos íntimos y generacionales.
En realidad, cuando se utiliza la herramienta cinematográfica para extender el verbo y dilatar el pensamiento, no hace falta analizar cuestiones técnicas sino el resultado de la combinación de los recuerdos con el hecho fílmico; la distancia de la memoria con el tacto del cuerpo presente; y la conjugación del acto filmado con el tiempo que se nos escapa irreversiblemente.
Este filme es una confesión sobre la realidad enigmática, huidiza, y la inconsistencia de la verdad, donde lo nimio adquiere una plenitud soberbia y una totalidad absoluta.
Es una respiración inacabada entre declaraciones desnudas sobre un espacio metafísico, que al mismo tiempo invoca los fantasmas de la memoria para pedirles cuentas sobre aquella historia que nos pertenece, pero que no tenemos idea de cómo acabará o si acaso empezó alguna vez.
Carla Simón en su segunda correspondencia a Dominga Sotomayor.
«¿Es posible hacer cine y tener hijos, es posible seguir dedicando tantas horas a mi pasión, y a la vez criar a un niño o una niña? Yo tengo el deseo de ser madre, pero a veces dudo de si se puede ser madre y cineasta a la vez. No sé, supongo que debería pensar menos».
Es inevitable que la labor creativa entre en conflicto con la vida personal del individuo, aunque tarde o temprano este conflicto será superado gracias al encadenamiento de decisiones audaces y de la voluntad misma, solo así el cine logrará existir mientras la vida continúa y el movimiento remedia todas las alucinaciones de la vida despierta y la realidad aletargada.
Correspondencia resulta un susurro capaz de convertirnos en confidentes de una historia esquiva, en testigos de reflexiones y actos incómodos, no por su hecho explícito sino por su intención utópica, de moldear lo sensible a través de visiones extrañas e imperecederas.
Imposible no divagar cuando se visiona este film y, más aún, dejar escapar una sonrisa al descubrir que estamos más cerca de lo que creíamos del onirismo que trae consigo el recuerdo y la evocación de lo posible.
Los momentos más nostálgicos de la película nos localizan en la infancia y de repente nos hacen pensar en nuestra premeditada muerte; porque pensar en el futuro es pensar en la muerte que se desliza deprisa a nuestro encuentro.
¿Cuándo fue tan maravillosa la reflexión sobre la muerte?
¿Cuándo se usaron las palabras para describirla?
¿Cuándo fue tan sublime el pensamiento sobre ello?
Cuando las imágenes lo predijeron sin esfuerzo, por supuesto.
La cinematografía ha explorado múltiples líneas experimentales sobre todas sus dimensiones: a niveles narrativos, estéticos, discursivos, recursivos o lúdicos, pero a pesar de toda esa vertiginosa relación entre la vida, las imágenes y las palabras, lo que nos queda es el centro por el cual atraviesan todas las experiencias sensibles; o mejor: lo único que nos queda es nuestro cuerpo mortal que resulta el agenciamiento amplificado desde donde pensamos todas nuestras posibilidades.
Quizá el cine sea algo más que unos cuantos minutos de entretenimiento o una historia bien contada.
No es casualidad que necesitáramos de una extensión óptica para modificar nuestra percepción visual, tampoco es casual que estas percepciones, dispuestas en secuencia, sean capaces de modificar el tiempo o incidir en el acto sobre las emociones de otras personas.
El cine quizá sea un medio para evidenciar esa otra dimensión infinita, que existe sin que pululemos en ella.
Como sea…
¡Celebro que exista el cine para hacernos bordear el infinito!
Y celebro aún más que existan cineastas que sepan cómo dar con ese cine.