Alimentación y bioética
24/01/2022Populismo penal
02/02/2022En un reciente y provocador artículo, el escritor ecuatoriano Javier Vásconez, tomando una frase de Juan Benet, dice que el último objetivo de la literatura no es describir la realidad sino envolverla, que entonces descubrió que de eso se trataba: «de indagar en la conciencia de los personajes y utilizar varios escenarios al mismo tiempo, hasta envolverlos con las palabras».
Y, quizá, robándonos la cita, el cine también sea eso: no reflejar sino envolver la realidad con imágenes hasta corroer la recua de máscaras de una sociedad que disimula sin escrúpulos su mala conciencia.
Y es que demasiadas capas superpuestas no disimulan, sino que acaban por exhibir nuestra desgracia pasada, presente, futura.
A veces ocurre que cuando uno mira, por ejemplo, la portada del álbum De ti depende de Héctor LaVoe encuentra de repente la prefiguración de su desgracia en la mano derecha con brillantes de oro que oculta ingenuamente una de las comisuras de su sonrisa rota.
O en la famosa foto de Marilyn Monroe, cuando durante el rodaje de la película La tentación vive arriba, el chorro de aire de una rejilla de metro en Lexington Avenue le levantó el vestido mientras ella se desdibujaba para siempre en su sonrisa estampada de rojo irremediable, igual que su trágico destino.
O como acaba de hacer el director chileno Pablo Larraín en su más reciente película, Spencer (2021), en la cual la princesa Diana de Gales lucha contra un martirio no deseado durante los tres días de sus últimas vacaciones de Navidad en la Casa de Windsor, y en ese sentido no podría ser casualidad —respecto a la acumulación de capas para desnudar sin miramientos lo que no vemos o no queremos ver— que la diseñadora de vestuario de la cinta, Jacqueline Durran, diga que nada se recrea exactamente, porque este no es un documental, que por eso se trata de crear el ambiente, y que ella desde la ropa de la princesa trabajó para «capturar el aura».
El aura de un mundo que está viniéndose abajo, poco a poco, desde sus grietas adánicas sobre la sonrisa final de la princesa, porque toda casa se construye sobre al menos una grieta, toda casa se construye sobre su seguro desmoronamiento, y alguien debe contemplarlo o, peor aún, sucumbir con él.
No, no es casualidad que así acabe la película, con una sonrisa de la princesa, en primer plano, convertida en un símbolo de una muerte demasiado temprana, por ser parte de esa caída que desnudó la descomposición de la corona encabezada por la reina Isabel II.
Pero es precisamente en esa sonrisa convertida en el preludio de una tragedia, donde se cifra el triunfo de la princesa y de Héctor y de Marilyn y de tantos cuerpos rebeldes que no se inscribieron jamás en la estrechez ni en la mediocridad.
Por eso, aunque quisieran meternos por los ojos el cuerpo quieto de Marilyn sobre su cama tras tomar cuarenta cápsulas de Nembutal, o el semblante hinchado de Héctor en su ataúd cubierto por la bandera de Puerto Rico, o el del pecho magullado de la princesa tras el accidente en el puente del Alma, en París, en su Mercedes-Benz W140, ya nadie será capaz de negar que aquellos hombres y mujeres, cuya única traición fue existir demasiado en este mundo, lograron resumir en un gesto feliz la libertad que no llegó.
Y esta risa no es de loco / Se están riendo de mi / Me dicen que yo estoy loco / Pero se están cayendo de un coco / Porque de mí no pueden reír / Lo que les pasa es que sin / Mi saoco no pueden vivir… cantaba Héctor, pues como Marilyn y Diana, aunque la libertad no llegó nunca, su desafío cifrado en su sonrisa ancha era su manera de serlo.
Spencer es, en cierto modo, un viaje al interior problematizado de la princesa que en su deseo por deshacerse de un legado familiar impuesto visibiliza engendros —representados a través del patetismo de personajes como el príncipe Carlos, el príncipe Felipe, la reina Isabel II y el tenebroso y viejo vigilante Allistar Grey— de una realidad que con coletazos de dragón va cerrando un círculo de tiza a su alrededor.
La princesa no debe sacarse el brasier con las cortinas medianamente descorridas porque puede retratarla algún paparazzi; la princesa no debe ir a la vieja casona en la que creció junto a su padre porque volver a la semilla es una manera de preguntarnos el sentido del destino; la princesa no debe andar por la Casa de Windsor sin el collar de perlas heredado desde los remotos tiempos de la mítica Ana Bolena, la segunda esposa del rey glotón, Enrique VIII, que la mandó a decapitar para casarse de nuevo.
La impronta bergmaniana de la película —en especial si pensamos en Gritos y susurros— entonces aparece en la forma de ese padecimiento existencial hecho en torno a una pregunta de brutal honestidad, tanta que es casi su propia respuesta; un juego de espejos que se refleja a sí mismo hasta el infinito, por esa imposibilidad de poder escapar de nuestras propias dudas.
Si en Los comulgantes, el capellán le hacía notar al pastor Ericsson que el mayor padecimiento de Cristo no fue la cruz sino la duda sobre su destino, o sea ser la representación de Dios en este mundo hostil; para la princesa su cruz no es tanto el legado monárquico sino la forma en que será recordada, y que ella lo vislumbra en una frase que le regala la reina Isabel cuando le dice que un día solo será un rostro impreso en papel moneda.
De modo que este periplo vital de la princesa es la manera de (re) nombrarse a sí misma, de volver a la semilla —cosa que hace en determinado momento de la película—, de evitar el recuerdo a través de las palabras — Diana la justa, Diana la mala, Diana la loca, Diana la puta— de usar su apellido de soltera, Spencer, y recuperar para siempre su derecho al olvido.
Aquel olvido que Borges reclamaba como una seria forma de replantearse la memoria, y ¿acaso la memoria no es el único legado que tenemos los seres humanos? Lo demás solo es papel moneda que desgastan los siglos sin misericordia.
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