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Selección por Gabriel Zhiminaicela.
Así como en la literatura, el crecimiento moral y personal de un personaje, el paso de esa suerte de zona liminal entre la infancia y la adolescencia hacia la adultez (bajo la impronta de que importa más la respuesta emocional que la acción), también ha sido retratado con gran notoriedad en el cine.
En los siguientes cortometrajes sus directores han decidido tomar sólo el momento exacto de ese enfrentamiento interno contra el mundo, pues muchas veces la madurez no es sino la forma más acabada de soportar el dolor.
Bloeistraat 11
En este cortometraje de animación en 2D y stop motion, la directora Nienke Deutz cuenta las últimas vacaciones de verano de dos niñas, cuyo vínculo un tanto ambiguo entre la amistad y el amor, no se da por medio de las palabras —de las que prescinde el corto— como por la comunicación corporal entre la piel y los fluidos —la sangre y la saliva—.
De hecho, la hermandad sanguínea representada a través de una costra que crece siempre que las amigas están cerca la una de la otra subraya su unión corporal, y a la vez hace más dolorosa la ausencia que deberán compartir tarde o temprano.
En uno de sus cuentos el escritor ecuatoriano Abdón Ubidia decía que el único instante en que dos personas se unen es durante el coito, ese instante efímero en el que somos pulsiones, pálpitos y gemidos por igual, hasta que acaba, dejándonos apenas una sensación de «galaxia lejana».
O sea que podemos ser un solo ser gimiente únicamente por medio del cuerpo.
Pero en el corto, la inconsciencia respecto al sexo se derrumba cuando el cuerpo cambia: un seno crece, aparece un vello, un roce va más allá de sí mismo.
Por eso si uno de los cuerpos de los personajes es dañado aquel que quede impune sentirá el vacío.
Nada más allá de eso.
Kiem holijanda
La historia de los hermanos Andi y Florist, dos adolescentes que, en medio de la desolación y miseria de un pueblo de Kosovo, tratan de ayudar a su madre con los gastos de la casa, a diferencia del corto de Deutz, no centra tanto su discurso en el despertar sexual —que más bien es un subtexto del filme— como en la sensación que nos deja la despedida de un ser amado.
En ese sentido resulta interesante que para Andi, el hermano menor de Florist, la madurez no se alcance a través de un específico y muy privativo estado interior, sino tal como en Bloiestraat 11, por el aspecto físico.
Seguramente esa es la razón de que Andi, cuando su hermano le dice que está creciendo por todos lados, se moleste y responda pidiéndole prestado su cigarrillo y dándole una larga bocanada.
Sin embargo, Andi todavía no ha tomado consciencia de que la madurez (además de determinados cambios fisiológicos y emocionales producidos por los años y las circunstancias de un determinado contexto personal y colectivo) es vivir para sí mismo.
Pero si en este complejo proceso de crecimiento interior del protagonista se encuentra el vínculo afectivo con Florist, también está la actriz porno Kim Holland que Andi anhela ver desnuda, deseo que lo vuelve completamente ciego ante la realidad.
La directora neerlandesa Sarah Veltmeyer nos muestra entonces que los indicios del despertar sexual comparten mutuamente el dolor del abandono, de modo que el placer y el sufrimiento acaban confundiéndose en el cuerpo que crece y descubre de pronto que en cada orgasmo habita también una pequeña muerte.
Runon
Si en los cortos de Deutz y Veltmeyer, los personajes obligatoriamente afrontan una pérdida, el director estadounidense Daniel Kaufman nos muestra todo lo contrario: ante una despedida inminente —no deseada— también se puede escapar, no importa cómo.
La historia sigue a Luke, un niño que espera junto a su madre por algo indeterminado —o eso creemos al inicio— en una estación de autobuses.
Kaufman se vale de un único plano secuencia que como espectadores nos permite habitar la mente del niño: escuchamos las conversaciones de las demás personas de la estación de autobuses, los anuncios de la noche por el altavoz, el ruido del tráfico de afuera, una canción indeterminada, los efectos de sonido igualándose o sobreponiéndose al sonido diegético (o sea de lo que vemos y escuchamos al mismo tiempo).
Estamos frente a lo que Pier Paolo Pasolini denominaba la subjetiva indirecta libre que, gracias al plano secuencia y sobre todo a la cámara en mano que le da al filme una sensación de espontaneidad única, como sino hubiera habido ensayos de por medio, funde la conciencia y el estado interior del personaje.
«Está claro que no puede ser un verdadero y propio “monólogo interior”, en cuanto el cine no tiene las posibilidades de interiorización y abstracción que tiene la palabra: es un “monólogo interior” por imágenes, esto es todo», decía Pasolini.
Gracias a la subjetiva indirecta libre conseguida por Kaufman comprendemos por fin que no podemos afrontar lo que no podemos entender, pero por desgracia es lo único que no sólo afrontamos, sino enfrentamos siempre y sin remedio.
Pensemos en el plano final del corto con la cámara siguiendo los pasos de Luke mientras corre desesperado, como si no supiera de dónde vino ni hacia dónde va.
Qué más le queda a la cámara sino encarar la aún más inefable ciudad que se abre infinita ante el asombro del niño y el nuestro. (O)