El candidato ideal
18/01/2021Historias cotidianas
25/01/2021[widget id=”text-12″]
Desde hace tiempo ha sido superado o, por lo menos, hoy es tratado como lo que es: un pseudoproblema.
El hecho de que un artista haga suyo un asunto aparentemente ajeno, desprovisto de color local, despojado de ese peso atávico, identitario con lo ecuatoriano o, más bien, con lo que creemos representa lo ecuatoriano.
Hemos pasado de una hiperconcienciación de nuestra diversidad hacia el nomadismo del acto literario.
Es decir, de una generación del 30 preocupada por los grupos entonces segregados del país —cholos, montubios, indios y afrodescendientes—, protagonistas de obras extraordinarias con sus paisajes crudos, sus rebeliones sofocadas, su lenguaje cáustico que acabó con el uso de ese español castizo de sus predecesores, a los fantasmas de una generación trashumante que habita en el corazón del desarraigo, ora en Guayaquil, ora en Barcelona o en Roma.
Por ejemplo, Jorge Icaza encontraba en la revolución violenta la única poética posible para sus seres explotados, mientras para Mónica Ojeda la revolución de hoy no radica en una toma del poder por las armas, sino en la naturalización y, por tanto, descosificación del cuerpo humano.
En una de sus novelas lo deja claro: «…nunca nuestro cuerpo es más nuestro que cuando nos duele». La frase es antológica en cuanto podría ayudarnos a encontrar una solución a ese pseudoproblema que, en verdad, no necesita de una (si lo tomamos como tal).
El artista hace suyas sus obsesiones en la medida en que habla sobre lo que conoce profundamente. Sólo así el arte resulta una conciliación con nuestros demonios, pero cabe advertir de un gran peligro, cuando permitimos que en el arte se entrometan nacionalismos exacerbados o problemáticas coyunturales mal digeridas, pues acaban por imponerle una terrible prohibición al artista: no hablar del universo.
En el ensayo El escritor argentino y la tradición, Borges dice haber encontrado en Historia de la declinación y caída del Imperio Romano, de Gibbon, que lo «verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local».
Borges cuenta que cuando Gibbon leyó el libro árabe por excelencia Alcorán, no encontró camellos y que por lógica eso hubiera bastado para probar su inautenticidad arábiga, porque un turista o un nacionalista árabe al escribirlo, hubiera tomado como primera decisión desperdigar camellos a lo largo y ancho del desierto.
En tanto, Mahoma no lo hizo en su libro; sabía que los camellos formaban parte de la realidad y era innecesario distinguirlos. Borges culmina uno de los párrafos de su ensayo con una astucia: «El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo».
Para Borges, el color local argentino no está en bailar un tango o comer una milanesa, sino en el patetismo de cualquier hombre que viéndose duplicado en un espejo, acaba por descubrir que, a lo mejor, su reflejo forma parte de una interminable sucesión de espejos, cuyos vidrios son en realidad la puesta en escena de algún laberinto roto.
Entonces nuestra tradición ecuatoriana debería también poder abarcar todos los temas, siempre y cuando los conozcamos muy bien de antemano.
Lo que me lleva a hablar de Vacío, ópera prima del director ecuatoriano Paúl Venegas.
Una película que cuenta una suerte de odisea suburbana y clandestina de dos migrantes chinos, Lei y Wong, quienes al llegar por primera vez a Guayaquil se encuentran con Chang, jefe de una organización criminal, que través de una treta intentará desprenderlos de cualquier individualidad posible, sin dejarles cabida ni siquiera —en los entresijos de su poder— a los sueños propios ni a nada digno de llamarse humano.
Es esta errancia de los migrantes chinos, bajo la égida de Chang y sus tapaderas de negocios ilícitos, lo que, por el contrario, muestra como un elemento bastante extraño la aparición de Víctor, un joven guayaquileño que trabaja para el jefe criminal en uno de sus bazares.
El personaje de Víctor funge a través del estereotipo del costeño hablador (amante del Emelec, de las cervezas y de las cangrejadas), como un agente blanqueador de lo que bien pudo profundizar la relación entre la cultura nacional —con sus aciertos y prejuicios— y la oriental. Por desgracia, el director optó por lo menos arriesgado.
Por otra parte, un aspecto imprescindible de Vacío es que Víctor, Lei y Wong poseen en común una meta simple en su pronunciación, pero dolorosa en su consecución y su grito: una vida digna, palabras que desde el inicio de los tiempos las hemos cargado como una cruz.
Como quien dice, si la felicidad es un calvario, que otro remedio sino cruzarla dignamente.
«A veces, no importa si ganas, porque por ser fiel a tus principios no te queda otra opción más que escapar», dice Lei al inicio de la película, momentos antes de desembarcar en una tierra cuyos hombres la expulsarán, como a una paria cualquiera, por ese deseo, a veces monstruoso, a veces tierno, de poseerla hasta las últimas consecuencias.
Como quien dice, que para ser íntegros sólo podemos volvernos nómadas o mártires.