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Por sombría, pero, sobre todo, por exacerbadamente insólita —y como todo lo insólito en altas dosis tiende a lo cruel porque encuentra una explicación posible en los demonios que medran su patrimonio o su placer en las víctimas de esta negra realidad—, me ha aterrado durante los últimos días una anécdota de uno de mis escritores favoritos de toda la vida: Guy de Maupassant.
Una noche no tan común, a fines del siglo XIX, cuando Maupassant ya padecía los últimos estragos de la sífilis, vio —y lo seguiría viendo hasta el final de sus días— mientras entraba a su casa en Cannes, al chalet de l’Isere, instalado en su despacho, a un hombre que era él mismo.
Entonces, asustado y con los puños apretados, trató de invertir los roles instalándose él en su despacho. Pero cuando ya llevaba unas cuartillas escritas descubrió que ese doble infame había estado dictándole cada una de las palabras sobre el papel.
Maupassant intentaría suicidarse tres veces, la última de las cuales lo hizo con un cortapapeles: se rebanó el cuello y se lo mostró como un trofeo de su locura a su fiel mayordomo, François Tassart. Sus últimos dieciocho meses de vida los padeció en la residencia del Dr. Blanche en París; uno de sus biógrafos cuenta que lamía a cuatro patas la pared de su celda y que una de sus últimas frases fue: «Solo los locos son felices, pues han perdido el sentido de la realidad».
Aquel final tan triste e ingrato de uno de los cuentistas más célebres de todos los tiempos, es un espejo de la más reciente novela del escritor ecuatoriano Javier Vásconez, titulada El coleccionista de sombras (2021).
En este libro, el Vásconez-autor escribe —y hecha a andar por su mundo de seres alucinados— al Vásconez-personaje, un hombre obsesionado con el enigmático y oscuro conde Velasteguí, quien corrompe desde su mansión de La Circasiana a todo un país.
El crimen (en especial el de las élites políticas), producto de una modernidad en la cual esa promesa en la que se supone cabríamos todos, o sea la ciudad, es la constatación de un fracaso, ha acabo por normalizarse.
El estado de ese universo narrativo lanzado al fracaso, de la mano de aquel Vásconez bicéfalo, es el del inacabamiento.
De hecho, el plano temporal en el que sucede la historia es ambiguo: el feudalismo —representado en La Circasiana— no ha terminado, como tampoco ha empezado una modernidad propiamente dicha, pues los chorros de petróleo más bien crearon zonas heridas, supurantes, por la falta de oportunidades y el egoísmo del poder de turno; así, los habitantes de los centros de postal de Quito esperan a la caída de la noche para observar su pecado en las periferias donde crece desvergonzadamente el lado oscuro del corazón humano.
El deseo por excavar lo monstruoso en las personas obliga a los dos Vásconez a exponer morosamente y darle una autoridad cinematográfica a los espacios —La Circasiana, el casino
subterráneo, la casa negra, el estudio del protagonista, los pasillos del colegio Chesterfield—, con claros influjos de la novela negra y de la literatura gótica.
Entre ellos, esa suerte de vampirismo del conde Velasteguí que no se basa en el fetiche por beber violentamente la sangre de mujeres hermosas sino en el puro voyerismo: mirar la ejecución del crimen —más perfecto mientras menos límites se imponga el criminal— como una forma inagotable de la soberbia; si para Bram Stoker el vampirismo tenía que ver con un cuerpo ya incapaz de obedecerse así mismo, para Vásconez, en cambio, tiene relación con lo que somos capaces de hacer, con la incomprensible voluntad de lanzarse al abismo.
Podemos decir que el enigma de los dos Vásconez se resuelve en la medida en que resulta un artilugio del autor para difuminar la frontera de la ficción y la realidad.
Sin embargo, en esa zona de penumbra, nuestra única guía para oír el negro pálpito de los dos corazones que nos habitan, es la incertidumbre.
O sea que no todos los locos —en este caso, los enfermos de poder y, por tanto, dueños absolutos de ese deseo por corroer al otro— necesitan perder el sentido de la realidad, porque es posible que nuestra “realidad” para ellos nunca haya existido y, quizá, nosotros tampoco.
La soberbia es el pecado de los dos Vásconez, y también de nosotros los lectores; de los unos por el hecho inminente de escribir sobre sí mismos, y de nosotros, por tratar de poseer impunemente una historia ajena para darle un sentido que nos justifique, al menos, por el momento. (I)