Debatir sobre las ciclovías
10/05/2021Sin pena, ni gloria
24/05/2021[widget id=”text-12″]
Al ver la película de Václav Marhoul titulada El pájaro pintado pensé de inmediato en cómo un realismo descarnado o que en apariencia se presenta como descarnado es en realidad pura apariencia, velo de una película que no es enteramente mala a lo largo de sus casi tres horas, pero que sin duda convierte la contemplación del Mal en burdo exhibicionismo.
En el texto De la abyección, el cineasta Jacques Rivette dice que cuando alguien se plantea realizar una película sobre asuntos tan delicados como los campos de concentración hace falta plantearse algunas cuestiones, como que el «realismo absoluto» o el que puede llegar a contener el cine es casi imposible, pues cualquier intento en ese sentido será necesariamente incompleto y «por lo tanto inmoral», porque todo absoluto ideológico (el comunismo de Stalin) o estético (el barroquismo de García Márquez en El otoño del patriarca) se convierte en parodia del objeto buscado, sin olvidar que cinematográficamente hablando en el absoluto no hay puesta en escena, al transformar un plano en un vehículo con un significado unívoco.
Quizá esto último hace de El pájaro pintado no una mala película, pero sí una película fallida en cuanto la representación literal del Mal es exageradamente visual.
Además, mostrar la consecución del Mal no debe acostumbrarnos al Mal.
Pensemos en Apocalipsis ahora de Coppola, cuando el capitán Willard por fin encuentra al mítico coronel Kurtz, quien lo único que puede hacer es contarle a pedazos lo que ha visto en la guerra de Vietnam: «Y quiero recordarlo. Jamás quiero olvidarlo», dice Kurtz, porque en el fondo sabe que el horror más abominable no debe olvidarse, no tanto para evitar que se repita sino para recordarnos que somos humanos.
En El pájaro pintado el horror se olvida pronto cuando el tema deviene en hábito gracias a la estilización de la fotografía en blanco y negro.
Se dice también de El pájaro pintado que son demasiadas las atrocidades sufridas por el pequeño niño sin nombre que deambula por una Europa devastada a causa de la larga sombra de la Segunda Guerra Mundial, aunque ya lo dijo William Faulkner el siglo pasado: «Al parecer, un hombre puede soportarlo todo… Incluso puede soportar la idea de no mirar atrás, aunque sabe que mirar atrás o no mirar vendría a ser la misma cosa.»
Por suerte, de la mitad de la película en adelante, la aparición de la joven rubia de la cabaña hasta el viejo conocido que de repente visita al niño en el orfanatorio, logran matizar el tema (más allá de la tortura, las perversiones y los cuerpos mutilados) y dar un cierre en el cual Marhoul parece decirnos que ante el Mal histórico, lo menos que podemos hacer es intentar comprenderlo.
Mirar atrás para poder volver el rostro adelante.
Qué sólo entonces no es la misma cosa.
Tampoco podemos dejar atrás una influencia visible de El pájaro pintado: Lazarillo de Tormes, novela iniciadora de la picaresca española en donde la risa abierta e irónica distienden el horror (mejor dicho, la sociedad de falsos virtuosos en la que su protagonista se desarrolla), debido a que el mundo que describe el autor anónimo —como el niño anónimo de la película de Marhoul— es en su mayor parte tragicómico.
En tanto, en El pájaro pintado, el mundo descrito en la película es fatal, sin falsos virtuosos en la medida en que la virtud aquí no existe, y casi determinista hasta el punto de que las risas son nulas en el sentido moralmente puro del término, pues sólo hay una media sonrisa que esboza el niño anónimo cuando sus verdugos han pagado sus crímenes con su brutal muerte, y la de soldados y malas gentes cuyas risas preludian el horror; son el regocijo de un mundo vergonzosamente impune y monstruoso, en el que tanto los hombres y la naturaleza se destruyen bajo la ley del talión para poder existir. (O)