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La joven Makoto obtiene un objeto que le permite saltar en el tiempo. Lo usa para prolongar sus momentos de felicidad en compañía de sus amigos Chiaki y Kosuke.
Por desgracia, los saltos deben terminar, y Makoto debe resolver las consecuencias de su transgresión temporal, a la vez que intenta dominar sus propias emociones.
Un argumento bastante sucinto que, sin embargo, está comprendido por elementos conceptuales y posibilidades estéticas que permiten la creación de una forma fílmica alucinante y conmovedora, desplegada sobre una narrativa sobria y, quizá, ingenua algunas veces.
En La chica que saltaba en el tiempo (2006), es visible el tratamiento desmesurado que tuvo Mamoru Hosoda sobre el flujo de las imágenes en movimiento y la constitución de los relacionantes necesarios para vincularlas, derivando en mecanismos perfectos para el encuentro de la narrativa con su ser, es decir, ese concepto flotante, presente en cada minuto de la película: el tiempo.
A pesar de presentarnos una historia breve y muy juvenil, con elecciones dramáticas no tan sostenibles y bastante pueriles, lo fascinante de esta película es la elección de sus imágenes estéticas, sobrias y descoloridas en 2D, además de su enfoque contemplativo y la relación que esto entabla con el concepto de la temporalidad independiente.
Así mismo, la elección de la puesta en escena y sus repeticiones, nos hablan de un tejido que mucho más allá de ser estructurado está pensado para armonizar una composición veraz y congruente con el universo que el director crea desde un principio.
“El tiempo no espera a nadie”, resulta una premisa que más allá de guiar la lectura convencional de la obra, le sirve a Hosoda de máxima conceptual y estética para la implantación de un narrador pasivo que, a pesar de contener ante sí una historia de saltos y personajes inestables, se constituye en un testimonio autónomo de sí mismo, y nos refleja ese tiempo independiente del arbitrio humano del que tanto habla la película.
Hosoda demuestra toda la influencia de la historia del cine de su país, y traduce bellas imágenes llenas de tiempo sin acción y de detalles de elementos espaciales (un semáforo, una bicicleta, unas lámparas) que contienen la fluidez imaginativa del tiempo.
Así mismo, la película es recursiva en ciertos aspectos del manejo de las escenas y hace coincidir ciertos hitos narrativos con el uso de determinado movimiento de cámara o uso de las sombras, e incluso la repetición de ciertos diálogos.
La chica que saltaba en el tiempo tiene una narrativa amigable que esconde la implementación de un lenguaje muy complejo, pero, eso sí, bien dirigido; es una película que recuerda por qué nos gusta el cine y lo preferimos frente a otras expresiones artísticas.
Nos hemos esforzado por hacerle justicia a la composición fílmica, dejando de lado la posible estructuración de una trama y dramaturgia, porque aquella nos basta, pues estamos en la búsqueda constante de viajes y poesía imaginativa, y no de naturaleza humana ni de contrariedades bien definidas.
El cine nos posibilita la transfiguración y la transgresión temporal. Por eso, lo mínimo que haremos es reconocerle esta esencia y fascinarnos con todas las infinitas posibilidades que nos permite contemplar. (O)