Gobernabilidad
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07/06/2021[widget id=”text-12″]
Contar el horror implica ser como David Lynch, saber como David Lynch que al igual que la mentira o Dios (que viene a ser casi lo mismo), el horror está por todas partes: en unas cortinas rojas movidas por una mano de dedos sutiles, en el humo de un cigarrillo en plena noche, en un agente obeso que mira hacia la cámara como si buscara algo, en un gesto de sexo exhausto y dolorido.
Pero ser David Lynch implica, sobre todo, saber que esas acumulaciones de horrores minúsculos se hacen monstruosamente inabarcables cuando se juntan en un primer plano o en un plano detalle de una boca roja y fatal de mujer o en la cara de un hombre feo y enigmático que prodigan la búsqueda de un deseo insaciable que sólo puede encontrar respuesta en la muerte o en la locura.
En la película Lost highway el deseo se hace carne y muere pronto, porque la propia lógica del deseo humano es dejarnos siempre insatisfechos.
En una de las escenas, Pete tiene sexo salvajemente con Alice en medio de un desierto, interminable como su amor por ella, y apenas cuando se convierten en una sola carne, él casi grita: «Te amo», «te amo», y ella en cambio le jura que nunca la tendrá, porque el monstruo lyncheano es la representación del deseo que metido en el cuerpo de un hombre materializa pesadilla por pesadilla una realidad que acaba convertida en infierno.
Carlos Fuentes decía que los hombres creamos lo que imaginamos, imaginamos lo que creamos, nuestra respuesta es el asombro.
De modo que no es gratuito que la belleza de Alice sea una luz que enceguece, una luz que no ilumina las grandes tinieblas del mundo sino que desnuda su inmensidad, una luz que a la larga recrea o al menos evoca el mito de Prometeo, de ese titán que burló a los dioses entregándoles la luz a los hombres.
Pero en Lost highway, la gran antorcha robada al indescifrable mecanismo del azar (único Dios posible en un mundo de pesadilla), apenas le sirve al titán reducido en su voluntad imposible para iluminar la interminable carretera en la que se convierte en otro (recordándonos al Buñuel de El discreto encanto de la burguesía donde todos los burgueses siempre acababan encontrándose en una misma avenida que los devolvía a un universo en donde era posible casi todo menos sentarse a comer en paz, y de Ese obscuro objeto del deseo donde la protagonista bicéfala —interpretada al mismo tiempo por dos actrices— ejemplificaba a la perfección la función del absurdo: desnudar el alma humana en su intento por tratar de dejar la huella de un cuerpo en eso que llamamos realidad y que a la final no es más que puro rechazo o vacío), pues si la tragedia del mito griego era que Prometeo fuera él mismo siempre que la bestia bajaba a comerle las entrañas, aquí lo es que Prometeo sí pueda ser otro, aunque siempre destruido por el igualitario deseo de iluminarse a sí mismo, sólo para ver que nada hay más humano que la carne mutilada, espejo de espejos del horror que implica desear lo imposible. (O)