Para Alicia
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21/03/2021[widget id=”text-17″]
Una de las muchas cualidades de la película Retablo, radica en la visión del folclore andino del Perú sin caer en el oportunismo cultural.
En 2017, Álvaro Delgado estrenó su ópera prima y logró recorrer varios festivales internacionales de cine —entre ellos el Festival de la Orquídea Cuenca— antes de estrenarla en salas.
La cinta narra la historia de Segundo, un joven indígena de 14 años, quien en su deseo por aprender el arte popular de los retablos, descubre por accidente un secreto que guarda su padre.
Esta película sorprende al espectador desde el primer momento, no sólo por estar hablada totalmente en quechua, sino por la temática LGTBI tratada dentro de la narración.
Hasta el momento parecía que las películas que involucraban la cultura indígena se inclinaban por dramas sociopolíticos o por la exploración del arte y herencia ancestrales, las cuales no son utilizadas en Retablo para construir su conflicto central, ni siquiera para tratar el tema de la homosexualidad.
He ahí la fortaleza de la cinta, pues lo que verdaderamente retrata es la historia de amor entre un padre y un hijo, vista desde nuevas masculinidades.
Lo demás sirve también, pero como apoyo para erigir la trama.
Ocurre que, dentro de un universo con tradiciones tan vastas y ricas, a su vez conviven actitudes devastadoras.
Pensar en el retablo como un elemento cuyo origen se remonta a lo religioso, nos lleva inevitablemente a reflexionar sobre la carga espiritual que Latinoamérica lleva a cuestas sobre sus hombros y que influye en la tolerancia hacia lo diverso.
Por eso, Segundo debe aprender a ser hijo y a ser hombre desde una memoria propia y no colectiva.
Al principio de la película lo vemos recitando, con los ojos cerrados, la vestimenta de la familia a la que moldeará en arcilla para el retablo.
Ese trabajo lo realiza desde una mirada externa y superflua, desde la repetición.
Que maravilloso es observarlo al final reproducir una escena con su padre desde sus propios errores y emociones.
La reconciliación llega a él, cuando es capaz de aceptar las complejidades a través de las cuales se construye su relación con su padre.
Por otra parte, la importancia del retablo —de por sí ya un elemento decorativo y que en la cinta es además el oficio de los protagonistas— está en su función como herramienta visual que Delgado utiliza para narrar estéticamente la historia.
Cada plano nos llama la atención porque está pensado como si fuera un retablo en sí.
Los fondos en su mayoría, de tierra y adobe cuarteado, contrastan con el gran colorido del resto de la escenografía, casi como indicándonos que todo parte del mismo material hasta sufrir una transformación ideal.
Incluso, como en los retablos articulados que pueden abrir y cerrarse, los escenarios se componen de puertas y ventanas que sirven de conexión entre una imagen y otra.
Los personajes se mueven como piezas en espacios interiores poco luminosos y en exteriores totalmente esclarecidos, creando molduras naturales para cada escena.
Las dimensiones de la realidad se trasladan a las del filme y al mismo tiempo se proyectan en los retablos que construye Segundo.
Es así como esta película encuentra su propia manera de expresión más allá de seguir fórmulas seguras para exponer una problemática universal en un espacio específico.
Aunque en un primer visionado nos pareciera que la película tarda un poco en ponerse en marcha, se agradece al director por tomarse su tiempo para crear momentos de gran emotividad que sólo pueden tener cabida con actuaciones sinceras y un guion trabajado sin falsas pretensiones.
Retablo es una cinta que vale la pena buscar y ver. (I)