La chica que saltaba en el tiempo: El tiempo no espera a nadie
18/02/2021Leoncio Cordero Jaramillo
01/03/2021[widget id=”text-12″]
Uno cree que la vida consta de un sólo momento preciso, definitivo: ese que como un axioma indiscutible —disculpen la redundancia— nos justifique.
Lo que me lleva a pensar que casi todos inconscientemente tenemos una perspectiva poética de la existencia, o sea, que tarde o temprano, habrá un estallido de la «realidad otra» (la musa de los románticos si se quiere) que iluminará todo y nos permitirá entender.
Pero olvidamos que en el fondo la poesía es lo que no es, la palabra inexistente, en busca de su propia plenitud, como quien dice, que la poesía radica en su propio fracaso.
Por eso, sino podemos encontrarla en la realidad misma para qué sirve.
Pero quizá el ser de la poesía está en el dónde.
¿Eso quiere decir que lo único que podemos hacer para contrariar la realidad es buscar más realidad?
Como esos campesinos miserables, casi ovejunos o bovinos, que en la película Satantango cruzan interminablemente una Hungría en blanco y negro, restos de un comunismo más parecido al tedio (que a la larga no es sino la forma silente del infierno), a través de planos secuencias de diez o veinte minutos o más, pero nunca menos.
En la película sólo el director Bela Tarr busca una expresión poética —no necesariamente bella— en el vacío circular (por las repeticiones a través del guion y los movimientos de la cámara, me refiero) de un colectivo humano que, en cambio, no puede encontrarla.
Los hombres y mujeres la creen encarnada en el enigmático Irimías, una suerte de Cristo húngaro que lo único que les transmite es la incertidumbre del martirio, porque la paradoja de ese éxodo humano es que a pesar de que lo siguen hasta la tierra prometida, deambulan; el horror de permanecer quietos, aunque sea un momento, y continuar deambulando sin saber dónde caerá cada paso, como la cámara que jamás deja de moverse, como el tango del Diablo que todos interpretan en determinado momento, y se repite y se repite, porque en la repetición no sólo está el gusto, sino el presente.
Por lo que la historia en Satantango no es circular sino concéntrica, con puntos de encuentro entre cada historia (por eso, cuando ocurre, la profundidad de la película se acentúa, aunque los personajes continúan siendo esos antropófagos civilizados que no pueden dejar de devorar las posibles inflexiones de su propio destino), entre cada individualidad angustiada por separarse del anonimato de la masa, pero que, al no poder hacerlo, sólo dejan que los veamos repetirse, volver a hacerse a sí mismos detrás de las bambalinas de un teatro tan cruel que en vez de darles máscaras los deja actuar con sus propios rostros.
De qué otra manera Bela Tarr podía capturar la expresión poética entonces, más que a través de la contemplación de planos largos, exhaustivos, fatigantes (como es la realidad); su cine en Satantango encuentra así, por medio de la realidad a secas de la granja colectiva y ese esquema simbólico traducido en el estilo de vida de una fracasada comunidad humana, una forma de misticismo que no se basa en la trascendencia religiosa, sino en la angustia por el silencio de Dios.
En ese sentido, la escena final, protagonizada por el obeso doctor no puede ser más paradigmática: el creador abandona su propia creación, pues, incluso éste debe sufrir sus propias tinieblas, su propia condición de hombre, aunque sus palabras continúen escuchándose después del final. (O)