La fiesta desde una perspectiva antropológica ha sido definida como un “hecho social total”, constituido de manera más o menos invariable por un carácter cíclico, repetitivo, e inmerso en el ritual, convirtiéndose así en el medio de circulación de manifestaciones simbólicas que contribuyen a dar sentido al tiempo y a delimitar el espacio.
Esta apreciación propia de la visión cultural es aplicable al contexto festivo del fin de año, con el que nos acercamos a la culminación de un ciclo, haciendo referencia al tiempo anual transcurrido desde su nacimiento acontecido doce meses atrás.
Este fin, lejos de marcar la culminación señala entre otros sentidos el inexorable renacimiento marcado por un nuevo inicio, condición cíclica del tiempo, en cuyo estado liminar se desarrolla la celebración festiva, especie de umbral que permite recapitular lo ido e imaginar el porvenir de manera simbólica y en muchas ocasiones propiciatoria alimentando así la esencia de lo que somos.
La Navidad, el Año Viejo, el Año Nuevo y los Santos Inocentes, son cuatro eventos festivos y rituales consecutivos que señalan la transición entre momentos aparentemente antagónicos, en los que se yuxtapone el inicio y el fin, expresando la continuidad de los ciclos. Momentos comprendidos y expresados según las lógicas particulares de la sociedad que los impulsa y que permiten leer lo que somos. Así, los Pases del Niño tripulados de “Mayorales” de la vieja hacienda junto al “Niño” en el pesebre y el último súper héroe de los cómics desfilan como una unidad indisoluble, las Viudas masculinas, que en llanto gutural ante monigotes que antropomorfizan el tiempo ido, dan tumbos en el Año Viejo, los buenos deseos y la promesa de cumplimiento de metas inalcanzables realizadas en el primer minuto del primer día del nuevo año en medio de “cábalas” propias del realismo mágico, dan inicio a un tiempo regenerado, y las inocentadas, sátiras y actuaciones encubiertas tras máscaras, transgreden ritualmente lo permitido, entremezclando contextos religiosos y profanos y cumpliendo con una importante función; la de actuar como válvula social de escape ante las tensiones acumuladas en la vida cotidiana.
El ciclo anual que acabamos de cerrar ha sido particular, un año en el que las previsiones y la planificación no han bastado poniendo al mundo “de cabeza” y haciendo que los sortilegios y el ritual sean hoy doblemente necesarios, por lo que la fiesta popular, sus formas y espacios, sus personajes y rituales, en lugar de convertirse por las actuales circunstancias en algo próximo a aquello que Augé denomina un “No Lugar”, (Haciendo referencia a aquellos espacios de tránsito que no tienen la importancia suficiente para ser considerados como puntos de desarrollo de las cosas con sentido), sin duda buscarán vías de expresión y construcción de nuevos y profundos significados acordes con el tiempo y las circunstancias que vivimos, que lejos de volverlas inoperantes las fortalecerán y nos fortalecerán, ¡Total…! la Cultura y sus manifestaciones para estar vivas deben estar constituidas de constantes transformaciones creadoras que las doten de nuevos sentidos.
¡Que vivan las fiestas!